En un rincón olvidado, detrás de barrotes fríos y oxidados, yacía un perro que alguna vez fue fuerte, lleno de vida y esperanza. Ahora, reducido a piel y huesos, apenas tenía fuerzas para levantar la cabeza. Su cuerpo temblaba, no por el frío de la noche, sino por el hambre que lo consumía lentamente día tras día.
“Me encerraron como a un criminal… luego me dejaron morir de hambre como si ya no fuera una vida”, parecía gritar su silencio, mientras sus ojos vacíos se perdían en la nada. Nadie lo escuchaba, nadie lo veía. El mundo lo había olvidado.

Cada minuto se convirtió en una batalla para sobrevivir. El suelo duro y sucio era su cama, y las paredes húmedas eran su única compañía. Sin embargo, en medio de tanto dolor, seguía esperando. Esperando un milagro. Esperando que un día, alguien se acercara, no para lastimarlo, sino para tenderle una mano.

Porque incluso en la miseria más oscura, aún guardaba en su corazón la chispa de la esperanza: que una persona compasiva abriría aquella puerta, lo miraría con amor y le demostraría que todavía era una vida digna de ser salvada, cuidada y amada.