Él no entendía por qué. Un día tuvo un hogar, una voz que le llamaba por su nombre, un plato con comida. Pero todo cambió cuando ese extraño bulto comenzó a crecer en su cara. Al principio, solo era una pequeña hinchazón, pero pronto se convirtió en un tumor enorme que lo desfiguró por completo. Entonces, las miradas de cariño se transformaron en rechazo… y un día, sin explicación, lo dejaron en la carretera.

Allí quedó, tirado sobre el asfalto caliente, demasiado débil para buscar agua o comida, con cada respiración convertida en un esfuerzo. Los coches pasaban sin detenerse; algunas personas miraban y apartaban la vista. El dolor físico se mezclaba con el dolor de haber sido olvidado.
Pero ese día, una sombra se detuvo a su lado. Un hombre se arrodilló, no apartó la mirada de su rostro deformado. Le habló con suavidad, como si fuera lo más normal del mundo acariciar a un perro “feo”. Con manos temblorosas pero firmes, lo levantó del suelo y lo llevó a un lugar donde no existían cadenas ni indiferencia: una clínica veterinaria.
Allí, con medicación, comida y calor humano, comenzó un nuevo capítulo. El tumor aún estaba allí, pero por primera vez en mucho tiempo, su cola se movió tímidamente. Ya no estaba solo. Por fin, había alguien que veía más allá de su apariencia y creía que su vida valía la pena.