En un rincón olvidado del mundo, donde la compasión parecía haberse extinguido, una pequeña vida luchaba en silencio contra un dolor imposible de describir. Su cuerpo frágil, lleno de heridas ulceradas que nadie atendió, se convirtió en el reflejo más cruel de la indiferencia humana. Los gusanos, atraídos por la podredumbre, avanzaban sobre su piel como si el tiempo quisiera borrar lentamente la existencia de aquel ser inocente.

El perrito, con los ojos hinchados por el sufrimiento, parecía murmurar: “Por favor, sálvame, me duele mucho… no quiero morir todavía.” Pero no había nadie alrededor para escuchar su súplica. La sábana fría sobre la que yacía era el único “abrazo” que lo envolvía, mientras la soledad lo consumía poco a poco.

No conoció un hogar cálido, ni una caricia de ternura, ni la sensación de pertenecer a alguien que lo cuidara. Solo supo de la crudeza del abandono, del hambre, del frío y del dolor, hasta que la vida se le escapaba en un suspiro ahogado de tristeza.

Y sin embargo, incluso en ese momento de agonía, sus ojos guardaban un brillo frágil, una chispa de esperanza absurda pero inquebrantable: la esperanza de que alguien, aunque fuera en el último instante, extendiera una mano para darle un poco de amor. Un amor que tal vez nunca llegó, pero que él mereció desde el primer día en que abrió los ojos.